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Hija mía, recuerda que los hombres son grandes sedientos.
La sed llega a veces a convertirse en gran avidez, y para quitarse la sed beben el cáliz envenenado del placer.
Es esta una se inextinguible, que va siempre en aumento y que quema el alma.
Existe también la sed de riquezas, que los vuelve codiciosos y avaros.
Es una sed que entristece el corazón y lo cierra a las necesidades ajenas, y es muy peligrosa, porque pone el oro en el lugar de Dios, y de esta manera llegan a ser idólatras.
Viene luego la sed de honores, y que da acceso el orgullo y a la soberbia para que triunfen.
Es una sed muy difundida, porque sabe esconderse y disfrazarse con facilidad.
Jesús ha prometido a todos una agua, y aquel que la beba no tendrá más sed.
Esta agua maravillosa que quita la sed tan eficazmente es la gracia. Ella brota de su corazón de donde todos pueden beber.
Mientras los lujuriosos. Los avaros los soberbios quedan insatisfechos y agotados, quien busca a Jesús para quitarse la sed con su gracia, crece delante de Dios y delante de los hombres como una plantita que de pequeña llega a grande.
Tú no puedes quitarle la sed a las almas, pero puedes ser instrumento de gracia. Cuando con la oración, con la palabra, con el sacrificio, indicas a las almas la fuente de la gracia, es decir, los sacramentos, tú colaboras con Jesús para quitarles la sed.