César Vallejo: El niño del carrizo

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Manuel López

Manuel López

Күн бұрын

Voz: Manuel López Castilleja
Música: Chopin_Fantaisie Impromptu
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La procesión se llevaría a cabo, a tenor de inmemorial liturgia, en amplias y artísticas andas, resplandecientes de magnolias y de cirios. El anda, este año, sería en forma de huerto. Dos hombres fueron designados para ir a traer de la espesura, la madera necesaria. A costa de artimañas y azogadas maniobras, los dos niños, Miguel y yo, fuimos incluidos en la expedición.
Había que encaminarse hacia un gran carrizal, de singular varillaje y muy diferente de las matas comunes. Se trataba de una caña especial, de excepcional tamaño, más flexible que el junco y cuyos tubos eran susceptibles de ser tajados y divididos en los más finos filamentos. El amarillo de sus gajos, por la parte exterior, tiraba más al amaranto marchito que al oro brasilero. Su mejor mérito radicaba en la circunstancia de poseer un aroma característico, de mística unción, que persistía durante un año entero. El carrizo utilizado en cada Semana Santa, conservado era en casa de mi tío, como una reliquia familiar, hasta que el del año siguiente viniese a reemplazarlo. De la honda quebrada donde crecía, su perfume se elevaba un tanto resinoso, acre y muy penetrante. A su contacto, la fauna vernacular permanecía en éxtasis subconsciente y en las madrigueras chirriaban, entre los colmillos alevosos, rabiosas oraciones.
Miguel llevó sus cinco perros: Bisonte, color de estiércol de cuy, el más inteligente y ágil; Cocuyo, de gran intuición nocturna; Aguano, por su dulzura y pelaje de color caoba, y Rana, el más pequeño de todos. Miguel los conducía en medio de un vocerío riente y ensordecedor
A medida que avanzábamos, el terreno se hacía más bajo y quebrado, con vegetaciones ubérrimas en frondas húmedas y en extensos macizos de algarrobos. Jirones de pálida niebla se avellonaban al azar, en las verdes vertientes.
Miguel se adelantó a la caravana con su jauría. Iba enajenado por un frenético soplo de autonomía montaraz. Henchidas las redes de sus venas, separadas las hirsutas y pobladas cejas por un gesto de exaltación y soberanía personal, libre la frente de sombrero, enfebrecido y casi desnaturalizado hasta alcanzar la sulfúrica traza de un cachorro, se le habría creído un genio de la montaña. Cogía a uno de sus perros y lo arrancaba del suelo a dos manos, trenzando a gruesos manojos el juego de sus músculos lumbares y trazando con las ágiles muñecas, fisóideas crispaturas en el aire. El perro se retorcía y aullaba y Miguel corría de barranco en barranco, acariciando al animal, enardeciéndolo por el fuste dorsal, encendiéndolo en insólita desesperación. Los demás perros rodeaban al muchacho, disputándole al cautivo, enfurecidos, arañándole los flancos, arrancándole jirones de sus ropas, mordiéndolo y ululando en celo apasionado. Parecían desconocerle. Miguel se arrojaba de pronto lajas abajo, rodando con el can entre sus brazos. Al sentirse golpeado en la roca fría, el perro se sumía en un silencio extraño, como si deglutiese un bolo ensangrentado e invisible. Entonces, el resto de la jauría callaba también. Los perros se paraban a cierta distancia, moviendo la cola y sacando la lengua amoratada y espumosa.
Más abajo, Miguel se perdía entre un montículo de sábila, para tornar a salir por una hendidura estrecha, arrastrándose en una charca y contrayendo el tronco en una línea sauna y glutinosa. Forcejeaba y sudaba entre las zarzas. Sus perros le mordían las orejas y lo acorralaban en rabiosa acometida. Una iguana o un enorme sapo se escurría por entre sus brazos y sus cabellos, asustando los perros, que luego lo perseguían ladrando. Sonriente y embriagado de goce y energía, saltaba Miguel anchas zanjas. Columpiábase de gruesas ramas, trozándolas. Cogía frutos desconocidos, probándolos y llenándose la boca de jugos verdes y amarillos, cuyo olor le hacía estornudar largo tiempo. Agarró una panguana tierna, de luciente plumaje zahonado, arisca y un poco brava, que luego se le escapó, aprovechando una caída de Miguel, al saltar un barranco jabonoso. Iba como impulsado por un vértigo de locura. Al entrar en los puros dominios de la naturaleza, parecía moverse en un retozo exclusivamente zoológico.
Llegó el rumor de una catarata entre los ladridos de los perros. Uno de los hombres dijo:
-Ya estamos cerca
El sol había aparecido. El cielo se despejaba. Me asomé al borde de la vertiente. En un fondo profundo, formado por dos acantilados, velase una espesura de hojas envainadoras y cortantes, de la que partía un ruido cascajoso y seco.
-Aquel es el carrizo...
-Ese. Ese mismo...
-Ya vamos a llegar...

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