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I
¿Qué me importa de tu cordura?
¡Sé bella! ¡Y sé triste! Que el llanto
le da a tu rostro cierto encanto,
cual la lluvia a la flor la frescura,
y el río al paisaje otro tanto.
Te adoro cuando de tu frente
acaba de huir la alegría,
cuando tu alma se torna sombría,
porque se cierne en tu presente
la negra nube de algún día...
Cuando tu pupila florece
con una lágrima quemante,
y a pesar de mecerte al instante
en mis brazos, tu angustia parece
el estertor de un agonizante.
Yo aspiro - ¡esencia divina,
himno profundo, delicioso!-
tu sollozo en que el llanto culmina
y que su corazón ilumina
como un cristal maravilloso.
II
Tu pecho alguna vez jadea
al recuerdo de amores pasados,
y entonces se enciende y llamea
con ese orgullo que señorea
la frente de los condenados.
Hasta que tus sueños, amada,
no reflejen más que el infierno,
la pólvora, el veneno, la espada,
y en pesadilla inusitada
creas dormir el sueño eterno;
hasta que oyendo un terrible grito,
y abras, encuentres solamente,
en la hora negra, convulsamente,
que no hay más que el tedio infinito
esperando impasiblemente,
no podrás, sierva soberana,
que a pesar tuyo amas mi ley,
en una noche sin mañana,
decirme al fin con alma insana:
“¡Yo soy tu igual, oh tú, mi rey!”