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Muchos cristianos, en el afán por lograr la aceptación de los demás, vamos por la vida siendo impostores, ocultando nuestras heridas por miedo y vergüenza al rechazo o al abandono. Pero lo único que se logra al no ser auténtico, es que nuestra oscuridad interior no pueda ser iluminada, ni pueda convertirse en una luz para los demás. Dios no puede amar al “falso yo”. Debemos darle gloria al Creador, simplemente siendo fieles a uno mismo; y para eso, debemos comenzar por definirnos, radicalmente, como hijos amados por el Padre. Ese es nuestro verdadero yo. Cualquier otra identidad es una ilusión.