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Érase que se era un joven de Lubián llamado Simón que trabajaba como sirviente para un labrador. No muy lejos de su pueblo, en la pequeña aldea de Aciberos, vivía su amada, ambos eran pues, habitantes rayanos de la Sanabria zamorana con la Viana orensana, y del reino leonés con su homólogo gallego. Cada día, Simón recorría largos senderos para visitarla, pero una noche, mientras caminaba por su habitual camino bajo la luz de la luna, se percató de la existencia de unas huellas brillantes como hechas de fuego, y a la par pareció sentir el estruendoso eco de unas cadenas siendo arrastradas.
"¿Quién será que deja estas huellas flameantes? ¿Y por qué estaría aquí a estas horas y con cadenas?" se preguntaba mientras un escalofrío le recorría la espina dorsal.
Al acercarse más, Simón vio que las huellas parecían ser las de unos pies humanos y dondequiera que estos se posaban, iban dejando un rastro de fuego. Con el corazón acelerado, siguió las huellas hasta que, de las sombras, apareció una figura vestida con pardos harapos. Y entonces una débil y melancólica voz habló:
"Soy el espíritu de un sacerdote. No puedo hallar descanso ni en el cielo ni en el infierno, pues siento que aún hay algo que me retiene aquí. Fui una persona avara y consagré toda mi vida al dinero, depositando enteramente mi fe y mi esperanza en tener toda suerte de riquezas. Pensé que poseía bienes, pero en verdad fui poseído por ellos. Me distancié de mi familia, de mis feligreses, de mis prójimos y de Dios mismo, por eso necesito que me ayudes a expiar mis culpas".
Asustado, Simón decidió no continuar hacia la casa de su novia y, en cambio, regresó apresuradamente a Lubián. Allí fue directamente a la iglesia de San Mamed y le contó al cura cuanto había visto. El anciano sacerdote escuchó con atención, no pudiendo ocultar en su rostro la profunda preocupación que la narración le causaba. Luego, tras un momento de silencio, le dijo:
"Simón, esa alma en pena necesita ser liberada. Si no lo haces, te causará grandes problemas. Debes ayudarlo a liberarse de cuanto sea que lo ata a este mundo".
El sacerdote explicó a Simón que debía volver al sitio donde había encontrado al espectro. Allí, debía dibujar un círculo en el suelo y una cruz en su interior, y luego pararse en el centro. Con un lazo y un palo con una punta, debería quitarle las vestiduras al espíritu, comenzando por los pies y terminando por la cabeza.
Aunque temeroso, Simón siguió las indicaciones del sacerdote. Regresó al lugar donde había visto al alma en pena y, bajo aquel cielo estrellado que presidía la noche, dibujó un círculo y una cruz en el suelo. Se colocó en el centro y esperó, con el lazo y el palo en la mano.
Aquel viento que susurraba entre los carbayos (robles), las castañales y las urces (brezos), creaba una atmósfera verdaderamente inquietante. Y después de lo que pareció una eternidad, Simón escuchó el familiar sonido de cadenas y vio acercarse las mismas huellas ardientes de la jornada precedente. El espíritu apareció, cubierto nuevamente de harapos. Simón, con manos temblorosas, comenzó a retirarle las ropas al espectro, comprobando que con cada prenda que quitaba, el espíritu se hundía más y más en la tierra.
A medida que se acercaba el final, el espectro murmuraba: "¡Maldito sea quien te enseñó a hacer esto!" incapaz aún de ver el bien que se le estaba haciendo, y dejando que fuera la avaricia desmedida la que por su boca una vez más siguiera hablando.
Simón, apresurándose, le quitó el último farrapo. Y así, en ese mismo instante aquella alma en pena pareció desvanecerse, como absorbida por la tierra; El cura había quedado liberado de su más pesada condena, el pernicioso amor profesado a todo lo material y mundano, y cuya última reminiscencia fueron esos desgastados harapos sustraídos por Simón y que antaño fueron los más finos terciopelos y la mejor y más cara de las sedas.
Simón quedó en silencio, abrumado por lo que había sucedido. Luego se arrodilló y murmuró una oración de agradecimiento, sintiendo una paz que lo envolvía. Después, regresó al pueblo para contarle al sacerdote lo que había ocurrido y agradecerle por su guía. El sacerdote le sonrió y dijo:
"Has hecho una buena acción, Simón. Has liberado a un alma atormentada y te has librado de una carga peligrosa que quien sabe si tal vez no podría haber desembocado en tu propia muerte".
Desde entonces cuentan por la contorna que Simón vivió en paz y sin temores y continuó visitando a su amada cada tarde sanabresa, hasta que llegado el día ambos se casaron.
Y aquí se acabó el cuento, como me lo contaron te lo cuento.
Relato inspirado en el recopilado por Luis Cortés Vázquez en su obra: "El dialecto galaico-portugués hablado en Lubián (Zamora). Toponimia, textos y vocabulario"