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LA BORRASCA: Apenas habíamos pasado ante los molinos, que semejaban unas figuras -las enormes aspas de uno de ellos giraban torpemente- y habíamos dejado atrás la aldea cosaca, noté que había más nieve en el camino y que se hacía más difícil avanzar.
El viento empezó a soplar con mucha fuerza, llevándose hacia la izquierda las colas y las crines de los caballos y la nieve que levantaba el trineo. El sonido de los cascabeles se volvió más tenue, el aire frío me penetró por las mangas hasta la espalda; y entonces recordé el consejo del maestro de postas de que hubiera sido mejor no salir, porque había peligro de extraviarse y perecer helado.
-¿No nos iremos a perder? -le pregunté al cochero. Al no obtener respuesta, hice la pregunta de otro modo: ¿Crees que llegaremos a la estación, cochero? ¿No nos extraviaremos?
-¡Dios sabrá! -respondió sin volver la cabeza-. ¡Menuda borrasca! No se ve
el camino… ¡Ay, señor!