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En una humilde sinagoga de piedra en la antigua Galilea, Jesús se encuentra frente a un hombre de mediana edad con una mano seca, casi esquelética, marcada por años de sufrimiento. La mano, deformada y arrugada, parece al borde de la desintegración, con la piel seca y tensada sobre los huesos. Jesús, vestido con una sencilla túnica, extiende su mano hacia el hombre con una expresión de profunda compasión y autoridad divina. En el momento de la sanación, la mano comienza a regenerarse, la piel se alisa y los huesos se fortalecen, restaurando su forma original. La multitud observa en asombro, con rayos de luz suave iluminando el milagro que sucede ante sus ojos.