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En un pueblo lejano, envuelto en la bruma de la memoria, vivía una viejecita ciega conocida como Doña Segundina. Su nombre era un susurro de tiempos pasados, una melodía que resonaba con la fuerza de su fe inquebrantable.
La pérdida de la vista de Doña Segundina fue un misterio incluso para ella. Se decía que, en su juventud, sus ojos eran tan claros y penetrantes que podían ver a través de las mentiras y las máscaras de la gente. Pero una noche, tras un sueño turbulento lleno de visiones y presagios, despertó en la oscuridad. No había dolor, no había herida; simplemente, la luz se había esfumado de su mundo.
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