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Para buena parte de las mitologías, incluidos los mitos bíblicos y los mitos hebreos, el verdadero nombre de Dios es secreto.
No es un nombre oculto. Tampoco es inaccesible o indescifrable: está hecho de signos. William Blake lo encontró en el diseño del Tigre. Borges, en el Aleph. Y Arthur C. Clarke en el lenguaje informático.
Pero conocer el verdadero nombre de Dios tiene sus complicaciones. Así lo deduce Jorge Luis Borges en El golem:
Si (como afirma el griego en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de rosa está la rosa
y todo el Nilo en la palabra Nilo.
Y, hecho de consonantes y vocales,
habrá un terrible Nombre, que la esencia
cifre de Dios y que la Omnipotencia
guarde en letras y sílabas cabales.
Esto significa que no hay diferencia entre el nombre y la cosa. La palabra rosa es la rosa. La palabra Nilo es el Nilo, y el verdadero nombre de Dios es Dios.
Existen muchas historias acerca de la búsqueda del verdadero nombre de Dios, pero una de ellas se destaca del resto por su exquisita originalidad.
Hablamos de Los nueve billones de nombres de Dios (The Nine Billion Names of God) -a veces publicado en español como Los nueve mil millones de nombres de Dios-, relato fantástico de Arthur C. Clarke (1917-2008), publicado en la edición de febrero de 1953 de la revista pulp Star Science Fiction, y posteriormente incluido en el Salón de la fama de la ciencia ficción (The Science Fiction Hall of Fame).
Este gran cuento de Arthur C. Clarke relata la historia de unos monjes budistas, quienes han pasado siglos enteros escribiendo las distintas combinaciones posibles de letras para formar el verdadero nombre de Dios.
Si bien las posibles combinaciones en cualquier alfabeto no son infinitas, su cifra final es astronómica; de manera tal que los monjes recurren a una empresa informática para adquirir un ordenador lo suficientemente potente como para completar la tarea.
De este modo, el ordenador podrá realizar todas las permutaciones posibles de forma mucho más rápida, adelantando el mismo resultado que podría obtenerse mediante la tediosa labor manual de los monjes durante milenios, pero también adelantando el fin de los tiempos.
Porque el descubrimiento del nombre de Dios es también el descubrimiento de Dios, y no precisamente en términos espirituales.
Finalmente, los monjes compran este ordenador y lo trasladan a su monasterio, situado en el Tíbet. Hacia allí nos lleva el autor, en compañía de los ingenieros enviados por la empresa, quienes se preguntan cuál será la reacción de los monjes cuando la máquina por fin realice los últimos cálculos y el universo no se autodestruya.
El final de este breve relato de Arthur C. Clarke es, por lejos, uno de los mejores y más aterradores de la historia de la ciencia ficción.