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Un subibaja de emociones y climas. Un remolino, oscuro por momentos, multicolor cargado de hits por otro; más o menos así fue el show que The Cure dio ayer en Montevideo en la cuasi intimidad de un estadio cerrado y con un sonido impecable. El plus fue, definitivamente, haber podido presenciar un recital en condición de absoluto visitante y apreciar de paso la bondad, empatía y educación de los hermanos charrúas.
Fueron dos horas y media en las que la característica principal fue el constante cambio de temperatura musical y rítmica, en las que a los largos pasajes de ensoñación sonora, que rozaba lo lisérgico con una alta carga de psicodelia, le seguían una descarga de gemas, algunas de ellas ubicadas estratégicamente como para levantar al público, que volvía a entrar en un dulce trance somnoliento cuando la banda se metía en otro largo túnel instrumental. En todo momento, la banda fue la enorme protagonista, que se lució de inicio a fin con un despliegue y una exquisita muestra de las capacidades que puede tener cualquier conjunto para meter a su público en un vórtice aterciopelado e hipnótico, liderado por la dupla icónica y eterna de Smith/Gallup.
Salvo los bises del final, en donde entraron apiñados los hits más gancheros, el resto del show giró en torno a esa dinámica, parida de la mente maléficamente juguetona de un Robert Smith que no perdió ni un gramo de voz desde su última presentación diez años atrás pero que, a diferencia de ese mismo show, se le animó mucho más al público saludándolo y despidiéndose largamente al inicio y al final, incluso con las luces encendidas.
La magia sigue intacta y La Cura demostró una vez maás que lo que al fin y al cabo siempre importa es la música, tótem espiritual que trasciende con creces los componentes que la ejecutan. Seguime en TW @marianochoni