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Nicolás Stupenengo estaba “en una especie de nirvana”. Se sentía feliz, en eje. Ese 31 de diciembre subió a las piedras de la playa, abrió los brazos e hizo “el salto de Jesucristo”. Se tiraron a sacarlo y cuando le preguntaron qué le había pasado sólo pudo decir dos palabras: “La cagué”
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