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Promediando el quinto tema de Judas Priest, suspiré tranquilo y me invadió una alegría inmensa cuando pude comprobar que ese enorme frontman llamado Rob Halford había escupido ya los suficientes alaridos como para poder confirmar que, a sus 67 años, mantenía su voz intacta respecto de su última presentación en el país. Podría continuar escribiendo enormes parrafadas acerca de la actitud innegociable frente a ese imaginario, que él mismo se encargó de crear allá por los ‘70s, sobre el perfil que debe asumir cualquier líder de una banda de metal. Podría desparramar una lista de adjetivos interminables elogiando -reverenciando, mejor- su rol como ícono ineludible en la historia del género. Incluso podría volverme repetitivo respecto de su registro vocal, que el mismo Halford parece paladear como un crooner o sufrir como un tanguero. Hasta también podría elogiar el setlist jugado que entregó la banda; ofreciendo por un lado un buen número de temas de ‘Firepower’, su último trabajo, y demostrando que ese álbum paga porque tiene consistencia cuando esos temas se tocan en vivo y regalando, por otros gemas que la banda se encargó de desempolvar para esta gira -vieja y nueva escuela en una sola banda!-. Podría continuar y decir muchas cosas más. Pero la admiración, que hace que un poco cualquier elogio quede diminuto, me lleva a decir que Judas Priest, supo mantener durante casi 50 años el fuego sagrado que los eleva al Olimpo, que los encumbra como mito y como una de las cinco (tres?) mejores bandas de todos los tiempos en su género. Seguime en TW @Marianochoni