Рет қаралды 1,113
Como quien patea una puerta, a los gritos y sin pedir permiso. Así se despidió Slayer en su gira final de los escenarios. Y lo hizo, como siempre, regalando un set impecable y contundente, directo al hueso. Supongo que como a cualquier otro de los que ayer fue al Palacio se les ocurrió 'partir' el escenario en dos; por un lado, el binomio histórico, el original, el de Araya y King; por otro, el más nuevito, por definirlo de alguna manera, a pesar de la consabida antigüedad, el de Holt activo desde 2011 y Bostaph desde el '94, toda una vida. Y también, como cualquier otro espectador, pude ser capaz de apreciar que entre esos dos binomios se repartía una química capaz de dejar para los históricos (sobrevivientes) el manejo de los tiempos escénicos, de la velocidad y de las pausas, de los ritmos y del tempo, mientras que para la sangre más joven quedaba la sacrificada tarea de apuntalar a la banda desde el machaque inapelable, violento, ese que forjó el ADN de Slayer, que lo convirtió en el cuarteto más pesado de todos los tiempos, en una criatura capaz de descargar con la fuerza de un martillo hidráulico bombas del calibre de "Raining Blood", "Chemical Warfare" o "Angel OF Death". Por si esta distribución -que no siempre se trataba de una regla fuera insuficiente, cada uno de los miembros aportó esa individualidad propia que hacía que la voz de Araya sonara tan pesada como en sus años dorados, que los riff de King tuviesen la precisión de una navaja recién afilada, que los solos de Holt hiciesen no extrañar al enrome Hanneman y que el ritmo apuntalado de Bostaph le diera una consistencia al cuarteto, aunque resultara imposible imaginar qué condimentos extra y qué magia podría haberle aportado Lombardo a esta despedida. Al acostumbrado alud de temas que conformaron un setlist impecable que repasó de adelante hacia atrás y viceversa toda su monumental carrera, la banda incorporó luces y un sonido que, pese a las críticas de varios de los que ayer se encontraban en distintos lugares del predio, en general resultó imponente. Todos estos ingredientes convirtieron al show en un en un caótico campo de batallas.
Párrafo aparte para esa postal del final, tan emotiva como sincera, que encontró a Araya solo en el escenario, sin su instrumento, intentando captar el momento de la despedida del escenario porteño, como alguien que anhela que en su retina quede pegado el instante del adiós final, del ya no ser más ahí arriba, de todo lo lindo que ese viaje tuvo a lo largo de estos 35 años.
Se fue Slayer, queda su obra que, como monstruoso eco propio de una pesadilla que nunca terminará, sonará hasta tanto en la música sigan existiendo pendejos con ganas de que se pudra todo.
Seguime en TW @Marianochoni